Elogio a la locura, o una oda aburguesada

Glamour. Fama. Indecencia. El viejo Hollywood, el de la época dorada, nunca ha sido tan bien llevado a la pantalla grande como en “Babylon”. Y quizá ese es su mayor pecado como película.

Si Lucrecia me preguntara sobre el color del sexo, diría que es el rojo. Y si aquella tía regia del Golf me pregunta sobre el color de la locura, diría que es el amarillo.

Y si me dijeran sobre el color que representa al sexo y a la locura, diría que es Hollywood. Pero no cualquier Hollywood. Sino aquél Hollywood dorado, cuando la Crawford miraba regia y fulminante a Bette Davis porque ésta le dijo no, my darling a la propuesta de intimar en secretos y otras virtudes.

De hecho ahora, recostada con el cigarrillo en la mano y el babydoll descubriéndome las piernas, me siento como Monroe antes de pecar con Kennedy, o como Grace Kelly antes de ser desgraciadamente princesa. Aunque más parezco a la Dietrich autoexiliada con los yanquis porque YaSabesQuién quiso conquistar el mundo.

Y de hecho, cuando pienso en Dietrich, me acuerdo de ese conjunto de bacanales orgiásticos, donde los cuerpos se aderezaban en vinos tintos y Baco, cada vez menos dios y más pagano, se enredaba entre los sexos ardientes de un Hollywood desenfrenado. Pienso en ese atractivo de sus cejas duras y reacias, y la forma en cómo ellas cautivaron a un nada despreciable Gary Cooper (que estuvo con Clara Bow o Evelyn Brent), Errol Flynn, Frank Sinatra, Kennedy, y una larga lista que cubriría a los asistentes de los after partys de los Oscars que hacen Jay Z y Beyoncé cada año. Y no olvidar a las mujeres, que fueron el amor de su vida. Mercedes de Acosta que le recitaba algunos versos, o la Garbo siempre regia, o la triste pero tan bellamente divina Édith Piaf, la gorrión.

Pero así era Hollywood. Ese Hollywood donde la Warner Bros, o la MGM se peleaban a Garland y Hepburn (cualquiera de las dos, my dear) para protagonizar películas. Ese viejo Hollywood que ha quedado olvidado en TCM, of course. Cine, dicen los cinéfilos. Claro que ellos no conocen TCM. De hecho, su TCM es MUBI. Touché.

Quizá la Dietrich representó bien a Hollywood de la época dorada. Por supuesto que sí. Una actriz que supo, por suerte y el padrinazgo de su también amante von Sternberg, adaptarse al cambio del cine mudo al sonoro, al igual que las otras damas a las que mi elegantísimo Puig adoraba. Como a Hayworth. Junto a Marlene, muchos otros actores lo supieron hacer. Bueno, tampoco es que hubiera muchas opciones por entonces.

Y más allá de todo ese desenfreno (que probablemente a las damas limeñas de por acá, altivas, regias, señoronas y siempre recatadas, nos habría encantado) y destreza, y demás rumores y habladurías, y revanchas consolidadas, ese Hollywood apenas estaba formándose como el gran cuentacuentos que es ahora.

Porque, vamos, darling, no vamos a creer que aquel imperio californiano se construyó de la noche a la mañana. Tomó años. Y los grandes actores, por ello también sus humanos defectos que los endiosaban más, eran los monstruos de aquel Frankestein. Pensemos en un momento los contratos primitivos que ofrecían las casas ya mencionadas, toda esa artillería rústica que fue Hollywood en sus inicios. Con actores impagos, sin derechos, y extras que eran sino drogadictos que alimentaban sus adicciones con los miserables centavos de dólar que les pagaban. O con sets inhumanos y maquillajes que los terminaban matando por el bien del arte. Ehm, El mago de Oz, jeje. Poor things.

O pensemos en los actores sin pelos en la lengua, que más que bestias indomables de carácter reacio eran humanos sin asesores comerciales y de imagen porque en aquéllos tiempos ser mánager no estaba tan bien pensado. ¿La cartera? Me la lleva mi hermana, my dear. Que se ilumine con mi sombra. Chachín. 

Y sí, ese Hollywood en base a palos y hordas primitivas, reacias a la civilización formó al Hollywood recatado, decente, glamuroso que nos dio a la diosa Cate Blanchett. Por supuesto que sigue haciendo fiestas prohibidas, pero ahora lindan con cosas aún más prohibidas y en listas que se destapan en escándalos y mafias mejor elaboradas que antes.

Solo ha cambiado la imagen, porque aquella ciudad más parecida a una Sodoma y Gomorra con diamantes y reflectores sigue teniendo la misma indecencia que antaño.

Pero ese no es el punto.

Marlene Dietrich es un ícono, by the way. Aquélla escena en Morocco ha sido reimaginada innumerables veces. Cada vez que veas a una mujer vestida en un traje de gala masculino, con sombrero de copa, y una rosa en la ojiva, recuerda a Marlene.

Quizá ese es el gran símbolo del Hollywood de la época dorada. Porque nadie recuerda a la lindísima Audrey con su collar de perlas y pelo ensortijado. Y es lo que es el viejo Hollywood. Atrevimiento. Elegancia. Pero también humanidad. Porque algo de humano tendrán la frivolidad y los sentimientos. Como diría Alan García, visionaria.

Eso es a lo que Chazelle rinde tributo con Lady Fai Zhu vestida como Dietrich en su magnánimamente infame “Babylon”. Y es a lo que quiso apuntar con todos esos personajes que nos recuerdan a Brando, Dean, Harlow, Astaire y otros a los que Madonna menciona en su icónica canción ‘Vogue’. Da tribuna a personajes complejos con el descaro y el atrevimiento que tuvieron aquéllos hombres y mujeres que crecieron y que, por desgracia, no pudieron pasar la vaya ética de la transición del cine a blanco y negro al coloro. Porque eso fue también un pretexto. La transición al cine de color fue el punto de quiebre donde esas viejas mañas públicas se hicieron privadas. Muy privadas. Ni la Dietrich ni Crawford ni Davis superaron al cine en blanco y negro. Claro que en el filme, Chazelle la cambia un poco (del cine mudo al hablado). Sin embargo la realidad es otra. Y es esa realidad que Hollywood no quiere recordar. Por desgracia, forma parte de ella.

El poco aprecio hacia la última obra de Chazelle es también el desprecio a la historia de Hollywood, que mira solo el desenfreno (que fue y es cierto) y no ve los procesos humanos de cada estrella. Donde el desprecio por el envejecimiento era también el miedo al olvido. Donde apuntarse con una pistola en la boca era mejor que terminar encerrada, como una abuela, y morir sola. Like Dietrich. Y donde la fama podía ser tan efímera como duradera, y el desenfreno era parte de tu rutina, no por voluntad sino por una especie de obligación implícita. Estar loco era la regla. ¿O aún lo es?

“Babylon” es un diamante en bestia. De eso estoy segura, darling. Y será más adorada y valorada por generaciones futuras que la empalagosa Casablanca.

Revoir.

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Eduardo Orellana Estudiante de la Universidad Señor de Sipán. Escribo poesía y narrativa, y a veces guiones cinematográficos. Por ello, más que un escritor, me considero un contador de historias.
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